mientos del acto de pintar, mientras otros simplemente enfatizan la conciencia del
proceso. Juan Uslé arranca en los años setenta bajo la influencia del expresionismo
abstracto americano, pero más tarde su pintura se tornará más lírica, derivando en
paisajes de pequeño formato y haciendo desaparecer la imagen para conformar posteriormente
tramas precisas lineales como argumentación sobre fondos planos de
color. Con la fotografía casi siempre presente en su proceso de construcción visual, ya
sea como apoyo invisible o como técnica explícita en los últimos años, Uslé trabaja la
pintura como medio de representación del registro intelectual y vital de la realidad.
También Carlos León, un artista que en los últimos años ha conseguido destacar y
reafirmarse con unas obras, resultado de una deconstrucción orgánica de las mismas,
inquietudes que le llevaron a mediados de los años setenta a ensayar fórmulas
pictóricas que tratando de definir su lugar como cuadro dejaban vacíos de silencio en
sus formas. Mientras, Prudencio Irazabal utiliza el plano pictórico a partir de fórmulas
abiertas por artistas como Rothko, con la luz como papel fundamental y eje central
de unas composiciones en las que el color diluido se hace protagonista recreando
un efecto óptico similar al que sería conseguido por la ampliación digital y pixelación
de un cuadro impresionista, aunque sin la marca de lo digital, hallado sólo en base a
una diseminación tonal, como si el ojo no nos permitiese ver las formas y sí la lírica
de la conjunción, como sucederá años más tarde con artistas como Nico Munuera.
Por otro lado, la pintura de Berta Cáccamo, que destacó precozmente a finales de los
ochenta, será uno de los ejemplos más interesantes del momento, primero a partir
de una pintura que emerge como el grafismo de un lenguaje desconocido, para más
tarde alejarse de lo sígnico y simbólico en favor de los valores puramente plásticos,
con obras densas y misteriosas que inauguran un camino de contención cromática
y rotundidad paradójica, que abrazan íntimamente el sentido de pérdida. También
Antonio Murado abandonará su pintura al abismo de un espacio inmaterial e inalcanzable
que siempre permanece abierto a partir de un tipo de paisaje sentido, expresivo,
antes que propiamente descriptivo o ilustrativo. Murado, a medio camino entre
lo abstracto y una figuración que se insinúa, intenta controlar lo máximo posible un
azar que acaba por dibujar el motivo, nunca definido, sino insinuado y sugestivo.
Volviendo a las exposiciones de la década, en 1992 se presentaron muestras de Peter
Halley y Clifford Still en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (MNCARS)
y a finales de 1993 lo hacían Agnes Martin y Robert Ryman, justo en un tiempo donde
Ignasi Aballí presentaba en la galería Antoni Estrany sus lienzos con siluetas de
ventanas construidos a partir de su exposición deliberadamente controlada al sol.
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