Maurice Merleau-Ponty concebía la función del artista como la de un
médium, como aquella por la que se conseguía que el aspecto visible de
las cosas que nos rodeaban permaneciese adherido de forma inmediata
a su ser más profundo. Precisamente, esa asimilación del artista al trámite
creativo permitiría a la materia y al objeto ser y existir sobre cualquier
significado previo, algo que fue esencial poner en práctica después
la Segunda Guerra Mundial. Efectivamente, al término de la contienda,
el mundo arrastraba una profunda resaca de culpabilidad y sin sentido
que obligó a rechazar, por una parte, la tradición y herencia cultural y,
por otra, los supuestos modernistas y racionales que habían conducido
a la emergencia de los totalitarismos y al uso de la fuerza.
En 1945, el arte concreto, propio del periodo de entreguerras, se recuperó
para la memoria del ciudadano parisino a través de una gran
exposición celebrada en la Galerie Drouin. Asimismo, el Salon des Réalités
Novelles (1946-55), inaugurado de la mano de Fredo Sidés, o el Salon
d’Octubre (1952-55), organizado por Charles Estienne, y revistas como Art
d’Aujord’hui y Cimaise, se encargaron de difundir las distintas tendencias
agrupadas bajo los nombres de abstracción “fría” (geométrica) y “cálida”.
Esta última, de carácter ambiguo, reunía un cúmulo de manifestaciones
diferentes entre las que destacaron: la abstraction lyrique (abstracción
lírica), definida por George Mathieu en 1947 como la rápida
encarnación de signos cósmicos durante un estado de éxtasis; l’art infolmel
(arte informal), término que Michel Tapié acuñó en 1951 para de-
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