de su tierra natal, Canarias, a las momias de los antiguos guanches y al pretexto
fantasmal contenido en el acto de pintar. Con el segundo dejó atados los vínculos
de Millares con la utilización ascética de los colores durante la época del tenebrismo
español: los negros, los sienas, los blancos y los ocres. Con el tercero y último
constató la universalidad de las corrientes existencialistas integradas como gritos
expresivos en el tratamiento de sus arpilleras, su material más característico. En
ellas se reflejaba la lucha del artista por moldear la materia, esa tela que perforaba,
que cosía, que torturaba como una muestra de rechazo a la ordenación tautológica
del arte y que se construía como una metáfora de la corporeidad del hombre y de la
huella del tiempo sobre la vida del ser humano.
Antoni Tapies fue otro de los pintores informalistas cuya obra se estructuró alrededor
del tratamiento dramático de la materia. Tras la Guerra Civil, la tuberculosis
le obligó a permanecer dos años en un sanatorio que le dieron la oportunidad y
el tiempo suficiente para reflexionar. La muerte y el dolor, los avances de la ciencia
respecto a la génesis de la materia, la bomba atómica, el propio arte o las dudas sobre
la existencia de Dios fueron algunos de los caballos de batalla durante sus días
de estancia y obligada convalecencia en Puig d’Olena. Dau al Set, una formación y
revista fundada en 1948 y conectada con los principios del surrealismo y del dadaísmo,
constituyó su primera aventura en el campo del arte tras la que viajaría a
París. Allí conocería de la mano de Michel Tapié los nuevos caminos del arte, entre
otros, el empaste matérico de Jean Fautrier y la capacidad subversiva de los graffiti
de Jean Dubuffet. En esta ciudad comenzaría a construir conceptual y estética sus
muros, aquellos que tanta importancia tendrían en su obra y que a partir de 1954
funcionarían como epítetos de su propio apellido repletos de notas autobiográficas.
En ellos se postularían los agujeros, arañazos y marcas que se habían acumulado
sobre los muros del barrio gótico de Barcelona o el terror infundido por la
iconografía cristiana inscrita sobre las paredes y ábsides de los templos románicos
catalanes que permanecieron en la memoria del artista desde su infancia. El muro
era a la vez barrera y plataforma de expresión, algo que también Tàpies descubrió a
través de las fotografías de los graffitis urbanos de París realizados por Brassaï durante
casi veinticinco años. Sus muros fueron evolucionando a través del tiempo.
A finales de los cincuenta quedaron divididos estructuralmente de forma asimétrica
y sus áreas tratadas con diferentes texturas, apareciendo en ellos la serialidad
de algunas figuras y los trazos e incisiones de carácter tectónico. Posteriormente,
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