Desde los años setenta, el contexto del arte en España se familiarizó con el trabajo
de algunos artistas abstractos que serán protagonistas desde entonces, algunos
hasta bien entrado el siglo xxi, con mayor o menor fortuna crítica. Entre ellos, el
rigor geométrico y matemático de Elena Asíns, donde todo parte del número, llegando
a utilizar el ordenador para sus cálculos matemáticos ya a finales de los años
ochenta; la geometría y el uso de la perspectiva en la pintura de Jordi Teixidor; las
experiencias ópticas de José María Yturralde, con un dominio inédito de los colores
industriales; o el rigor compositivo de Gerardo Delgado. Estos cuatro, entre otros,
formaron parte de Nueva Generación y ya se presentaron en Madrid en la galería
Edurne en 1967. Otro conjunto relevante de pintores abstractos fue el de los artistas
de Cuenca, entre los que destacaban Mompó, Rueda, Sempere, Torner y Zóbel, que
Juan Antonio Aguirre caracterizará como “el grupo de la vertiente lírica”. Por supuesto,
encontramos ejemplos singulares de trayectorias individuales como las de
Juan Navarro Baldeweg o Miguel Ángel Campano, formados internacionalmente y
capaces de transitar como pocos entre la figuración y la abstracción. También Soledad
Sevilla que a finales de los años setenta se había instalado en Estados Unidos y
ya por entonces se preocupaba de generar espacios ficticios capaces de envolver al
espectador desde la pintura. Otro caso es el de Carlos León, gran conocedor del Supports/
Surfaces francés y que defendía la pintura como objeto de conocimiento.
Otras abstracciones fueron las propuestas por artistas muy difíciles de clasificar,
sobre todo décadas atrás, como Isidoro Valcárcel Medina o Mitsuo Miura. También
las de quienes asimilaban y destilaban con singularidad corrientes internacionales
como el Minimal Art o el Arte Povera, como Nacho Criado y Susana Solano, o de quienes
se acercaban al Land Art y sus derivaciones, como Adolfo Schlosser o Eva Lootz. Todos
ellos son artistas interesados por lo procesual y por cierta apropiación del espacio
expositivo donde ubican sus piezas escultóricas o instalaciones. Son creadores que
buscaban el incidente a partir de una mirada tensa sobre su realidad circundante.
Lo mismo sucede con Joan Hernández Pijuan, solo que este circunscribe esa actitud
al cuadro. Los noventa serán unos de los mejores años de la pintura de este último,
que reivindicará la emoción desde lo más sencillo, dejando que el cuadro se le
aparezca al poner la materia a trabajar hasta que se convierte en color. Hernández
Pijuan advertía en una entrevista de la época de lo distintos que son todos y cada
uno de los cuadros de Morandi, que obedecen a diferentes momentos de credibilidad
y emociones. Ambos son artistas figurativos dominados por la abstracción que
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