Josep Salvador
Epílogo: la función de la abstración
“Los hombres, por lo común, se admiran de ver la altura de los montes, las grandes olas del mar, las
anchurosas corrientes de los ríos, la latitud inmensa del océano, el curso de los astros, y se olvidan de lo
mucho que tienen que admirar en sí mismos”.
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San Agustín, Las Confesiones, X, VIII, 15, 27
En la década de los años cincuenta del siglo pasado la generación de los expresionistas
abstractos y sus contemporáneos europeos recuperaron la relevancia del compromiso
de la pintura y la escultura con las corrientes y sistemas profundos de pensamiento.
Estos estaban basados en un repertorio de mitos y visiones que aún hoy
cuestionan el sentido imitativo y representacional de la actividad artística en una
época que ya no conoce verdades de fe inapelables. Esta defensa de la trascendencia
garantizaba la permanencia de su mensaje. Se vislumbraba de esta manera una
posible reconciliación con la subjetividad después del torbellino experimentado en
la primera mitad del siglo. Y esta posibilidad se fundamentaba en las prácticas y
posicionamientos centrados en la condición humana y los objetos que nos rodean.
El verdadero valor crítico de estas prácticas artísticas será su capacidad de defender
su autonomía respecto a un inmediato consenso popular, en la certeza de perseguir
una autenticidad que entroncara con la mirada interior más allá del mundo
exterior racional establecido. Podemos percibir una convergencia en los artistas que
se alinearon con este canon de modernidad proclamando la prioridad del fenómeno
estético sobre los contenidos sociales o políticos por lo que respecta a la función del
arte y la pertinencia de la fuerza evocadora de la pintura y la escultura. Entre los
intelectuales y teóricos que desarrollaron este concepto del hecho creativo destaca
la figura de Theodor Adorno, que buscaba en el arte la elevación de la existencia
humana frente a las barreras políticas y morales.