los avatares de la historia, pero siempre activada en la casuística individual, en la
casualidad de la personalidad creadora. Se trata por tanto de la defensa de un estilo
ahistórico (Chueca Goitia, d’Ors), y aún con más precisión, antihistórico, en donde
lo humano supera lo social y es, por tanto, trascendente.
“Vocación”, “espíritu”, “servicio”, fueron términos que poblaron de tal manera
los discursos críticos de entonces, que uno podría llegar fácilmente a la impresión
de que el arte de aquellos días era una profesión sacerdotal. El crítico Eduardo Westerdhal
manifestó en el primer congreso de arte de Altamira, en 1950, que había
que “entregar la vida a una vocación sin desfallecimiento servida por un excelente
oficio de pintor”, una palabras tomadas de Kandinsky. Oteiza declaraba que “el arte
era un instrumento de salvación”. En el manifiesto de El Paso de 1957, sus firmantes
decían trabajar “por un arte hacia la salvación de la individualidad”. Luis González
Robles, el comisario oficial, creía ciegamente en que “la salvación personal venía
dada por la pintura, como forma de enfrentarse contra la conformidad reinante”.
José Luis Fernández del Amo, director del Museo Español de Arte Contemporáneo,
solicitaba a la sociedad “no negarse a la irrefrenable vocación artística de una amplia
selección de sus hijos”. El ministro Ruiz-Giménez inauguró la primera Bienal
Hispanoamericana en 1951, reclamando “la necesidad de contagiar al artista de anhelos
de servicio y trascendencia”.
Se trata, no obstante, de una tradición gestionada por una interpretación equívoca
de los términos. Todo ello se produjo en una década nueva en la que el asesinato
masivo y silencioso de los años 1940 se había acabado porque ya no quedaba
nadie más que fusilar, las veleidades imperiales daban paso a las homilías, el humanismo
sustituía al falangismo, y el arte servía de “lugar de encuentro” entre
las dos Españas, ejemplo de la esencial capacidad hispana para trascender en la
cultura lo que acaba siempre trabado en la vida pública. El lenguaje trascendente
al que apeló el informalismo bebía de las mismas fuentes de las que se nutría el
cuerpo académico español y que también se habían utilizado en los años 1940 por
los filósofos falangistas para deshacer cualquier atisbo de doctrina fascista o nazi
en el franquismo resultante de la posguerra mundial. Se trata, en efecto, de un
“relleno” de tradición, también semántica. La enorme coincidencia de medios, objetivos
e intereses de la clase intelectual de posguerra –vencidos y vencedores–, resultado
del desmantelamiento del tejido creativo republicano, facilitó el interés por
la tradición, también por la más cercana de la preguerra y que había quedado en
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