las muertes correspondió de nuevo a población civil. El 15 de agosto de 1945 Japón
anunció su rendición y el 2 de septiembre tuvo lugar la declaración oficial del final
de la Segunda Guerra Mundial con la victoria de los Aliados.
No es difícil imaginar la conmoción causada por todas estas noticias. A lo largo
de 1945 en ciudades europeas y americanas donde escritores, artistas, galeristas,
críticos, como el resto de sus vecinos, se habían esforzado por mantener a pesar
de todo cierta actividad, se reciben con creciente perplejidad, incredulidad y dolor
unas informaciones que exigían reacciones emocionales o intelectuales, individuales
o colectivas y al mismo tiempo producían lo que Valeriano Bozal ha calificado
de “paralización del lenguaje”. El mismo autor se ha referido acertadamente a
aquel momento como un “tiempo de estupor”1. Quienes sobrevivieron al genocidio
sin precedentes producido por el delirio de la guerra y de los totalitarismos se enfrentaban
entonces al desafío de asumir todo aquello como parte de su propia historia,
sabiendo que confirmaba la quiebra del sueño ilustrado sobre el que se había
fundado la civilización moderna.
Sin entrar en el debate sobre la célebre frase de Theodor W. Adorno acerca de
la imposibilidad de hacer poesía después de Auschwitz2, y partiendo también del
sentimiento compartido con otras épocas acerca de la diferencia del momento vivido
respecto a cualquier otra fase de la historia, es cierto que lo que se plantea en
torno a 1945 es el dilema entre la radical imposibilidad moral de continuar sin más
con la cultura, con el arte, como si nada hubiese transformado el horizonte moral
y físico en el que se debía desarrollar la existencia a partir de entonces, y la exigencia
igualmente radical de sobreponerse, de sobrevivir, de perseverar precisamente
para testificar. Por eso, si había alguna posibilidad de seguir creando después de
Auschwitz, después de Hiroshima, era precisamente la de hacerlo sin separarse
ni un ápice de la experiencia de la realidad. Pero ¿cómo hacerlo? ¿Cómo expresarse
cuando la belleza ya no es una opción, cuando la realidad es hostil, incluso execrable,
cuando se toma conciencia de todo el supuesto refinamiento de la cultura
occidental, decantado a través de los siglos, no había servido para detener el mal?
¿Cómo volver a mirar la naturaleza cuando nada parece poder ser mirado, cuando
nada de lo ocurrido parece poder ser dicho? La dificultad de expresar lo inexpresable
1 Valeriano Bozal. El tiempo del estupor. La pintura europea tras la Segunda Guerra Mundial. Madrid, Siruela, 2004. P. 13.
2 Theodor W. Adorno. “Kulturkritik und Gesellschaft”, en Prismen. Suhrkamp, Berlín, 1961, p. 31.
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