La querelle política del informalismo ha intentado solucionarse bajo el mantra de
la fatalidad. Siendo un movimiento surgido internacionalmente como un canto a
la libertad y como un llanto por la pérdida de humanidad tras la hecatombe de la
Segunda Guerra Mundial, en España tuvo la “mala suerte” de vérselas con una dictadura
que no era otra cosa que la continuación de aquella tragedia: los enunciados
de los artistas españoles sobre la tragedia, la memoria y la responsabilidad no se
proyectaban sobre el pasado reciente, como en el resto de Europa o América, sino
que se conjugaban en presente. La gran mayoría de artistas informalistas españoles
trabajaron, no obstante, buscando homologarse a lo que entonces se producía
en Europa, especialmente en Francia, y en la abstracción expresionista estadounidense,
y muchos lo consiguieron. Esto fue redactado en términos de normalidad
por todos los actores implicados: los artistas la blandían como símbolo de su capacidad
de resiliencia y homologación estética, mientras que el régimen la sostenía
como muestra del bienestar social.
La fatalidad quedó para siempre adherida al discurso informalista: en forma de
tragedia española, de drama existencialista, de viejas esencias y comendadores.
El recurso a la iconografía barroca, al realismo y trascendencia de la materia, en
manos de la iconoclastia del artista o de la trascendencia del crítico informalista,
que creyeron transformar la hipocresía del lenguaje social en “actos de verdad”, se
constituyó a la postre en la singularidad que no hace posible una mera homologación
estilística del informalismo español a movimientos similares en el exterior.
Fue mediante la tradición, que el lenguaje oficial y el lenguaje informalista encontraron
un punto común de apoyo en la tarea de coexistir y colaborar. Ha sido la
tradición, no cabe duda, el factor que ha imposibilitado un debate sobre el colaboracionismo
–complejo y lleno de matices, desde luego– de aquella vanguardia con
el franquismo. Una tradición construida en el mito de una nación cultural sobre
la que pasan los estilos sin condicionarla (Eugeni d’Ors), una suerte de autenticidad
existencialista común de la que la pintura abstracta americana o francesa carecerían,
sujetas como estaban a la radicalidad del sujeto creador y a la deuda con
el formalismo de vanguardia. La obra informalista española era también rebelde
pero estaba “rellena” de tradición cultural, expresión común en las opiniones de la
crítica extranjera al enfrentarse a los muros de Tàpies, las arpilleras de Millares, o
los brochazos de Saura sobre personajes del Siglo de Oro. “Trascendencia artística”
definía la esencial y homogénea vitalidad de la expresión española por encima de
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