José María Sicilia comenzó su trayectoria en París durante la década de
los ochenta junto a pintores como Miguel Ángel Campano y Miquel Barceló.
Por aquel entonces, el posmodernismo hacía mella en la comunidad
artística internacional: en Europa triunfaba el Neoexpresionismo
alemán y la Transvanguardia italiana y en Norteamérica los movimientos
New Image y Bad Painting. Todos ellos volvieron a considerar a la
pintura como medio primordial, inspirándose en las culturas primitivas
y de carácter marginal y tomando prestados elementos del arte de la
calle como el grafiti o la cartelística.
Sicilia, desde sus inicios, siempre dio mucha importancia a la relación
que se establecía entre el objeto representado y el fondo que lo
envolvía. Muy al principio trabajó con papeles decorativos sobre los que
pintaba intentando entrelazar sus aditamentos personales con los elementos
ornamentales que éstos contenían. A partir de 1983 trabajó con
series que tuvieron como protagonistas las herramientas de su estudio
u objetos del entorno cotidiano que Sicilia representaba a gran escala,
carentes de volumen, deformados, velados por el fondo, sin formar parte
de ninguna secuencia narrativa y trabajados al efecto de convertirlos
en verdaderos estímulos emotivos. Llegaron, después, sus series de Paisajes
de montañas (1984) que tomaron como punto de partida anuncios publicitarios
de viajes o postales y estuvieron llenos de manchas de color
formateadas por medio de barridos y goteos. Tras su viaje a Nueva York
en 1985, aparecieron las flores, un pretexto para realizar deconstruc-
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