En los años setenta el género pictórico fue considerado como reflejo de
una sociedad burguesa de valores anquilosados que necesitaba de un
cambio radical. Galerías, coleccionistas y museos estaban acostumbrados
a marcar tendencias para todo aquello que se consumía y producía
en el campo del arte. Tanto los artistas como el público anunciaron su
cansancio ante tal sistema, precipitando su colapso y planteando formas
alternativas frente a la pintura, un medio que durante las décadas centrales
del siglo XX había sido exageradamente valorado. Recordemos,
por ejemplo, los principios de pureza estética libres de contaminación
que Clement Greenberg propuso para la pintura en su artículo “Towards
a Newer Lacoon”, publicado en 1940 en la famosa Partisan Review, cuna
de la intelectualidad progresista norteamericana, con los que pretendía
conferir al género con suficiente autonomía como para distanciarse del
ilusionismo tridimensional y de las fuentes literarias que lo nutrían. Sin
embargo, estas disquisiciones estéticas tan aceptadas e institucionalizadas
que ayudaron a deificar al producto creativo como símbolo de una
clase cultural privilegiada, empezaron a tambalearse y la tan endiosada
“pintura de calidad” fue cuestionada, descalificada y denostada. El fervor
de las cruzadas sociales de los años sesenta se orientó precisamente
a separar el arte de la especulación económica y a conseguir, entre otras
muchas cuestiones: la desestetización de lo estético1, la expansión y la des-
1 Terminología utilizada por Marchán Fiz, Simón. Del arte objetual al arte de concepto. Ediciones
Akal, 1986, p. 155.
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