para que esto sucediera, la pintura fue borrada de los discursos de conjunto, aunque
los pintores de éxito en los ochenta continuaron su carrera individual.
Los noventa son un momento donde el arte se piensa a sí mismo y la actividad
artística se pregunta por sus funciones. Preocupa la teoría. No es que antes no
preocupara, pero no era el centro de los discursos. La euforia del mercado no lo permitía.
Así cambiarán también los modos de los críticos. Del historicismo apasionado
se pasa al debate. También en las Facultades de Bellas Artes, que compatibilizarán
la tradicional enseñanza del oficio de las disciplinas con un interés expansivo
por otras materias y por ese debate teórico. El objeto deja paso al espíritu crítico.
Definitivamente, el espacio se consolida como nexo global para romper la definición
concreta de pintura o escultura, al tiempo que la adscripción nominalista a un
sujeto pintor o escultor en beneficio del artista cobra todavía más fuerza.
Definir la abstracción orbitando en torno a los años noventa nos lleva a definir,
entre otras cosas, el estado de la pintura. Esta se desarrolla más como proceso o
conjunto caleidoscópico de procedimientos que como categoría autónoma. Es seguramente
esa convicción la que distancia la actitud y modo de enfrentarse a la
pintura en los años noventa respecto de la década anterior, más eufórica en sus representaciones
públicas y menos analítica o reflexiva en su relación con el contexto.
La pintura se pierde como unidad para concretarse en otros soportes como la fotografía
o el vídeo, pero también en la complejidad de lo real. Sin llegar a disolverse
por completo la pintura en lo pictórico, esta se reivindica antes como tradición que
como técnica, como pensamiento antes que como forma, en línea con lo que se
debate en el contexto internacional. Pero si un cambio resulta fundamental, es la
manera de mirar el espacio donde se va a exponer. El debate se traslada del soporte,
con preguntas sobre su unidad, formato o dimensión, al espacio arquitectónico. El
artista tenderá a reclamar lugares más neutros, perdiendo claramente la batalla
del tiempo respecto a los arquitectos que buscan seducir con sus edificios-escultura,
viéndose así abocado a ese encuentro tenso que le obliga a examinar su pintura
en relación con otro poderoso elemento, que impone preguntas o ecuaciones que se
han de tener en cuenta. El papel del artista se reformula y la problemática del tiempo
en la producción del arte pasa a ser una cuestión fundamental, lo que termina
por configurar un nuevo tipo de espectador, que cambia su comportamiento ante la
obra, buscando más el involucrarse en ella, en muchos casos penetrándola e interactuando
más allá de la simple contemplación. La caída del pedestal y la situación
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