ya a las estrictas modulaciones del mercado, el estilo devino el saco de boxeo alrededor
del cual se agolpaban prácticas y discursos realistas deseosos de cuestionar
el ensimismamiento del arte y las relaciones de éste con el poder. Fue entonces
cuando el informalismo fue adscrito a un relato exógeno –no producido por sus protagonistas–
que influenciará notablemente la interpretación del fenómeno. En la
década de 1970, las prácticas sociologistas, conceptuales y objetivistas continuaron
sacudiendo lo informal como ejemplo de la indolente sensibilidad burguesa,
pero comenzaron a surgir miradas –a menudo por instigación de los propios artistas
informalistas– que proponían un revival del formalismo estilístico frente a lo
que venía a considerarse banalidad o mera instrumentalización política. Tàpies,
por ejemplo, operó engranajes en aquellos días para que el grupo de pintura Trama,
apoyado por un crítico como Federico Jiménez Losantos, tuviera la suficiente
atención mediática en detrimento de las prácticas conceptuales como las del Grup
de Treball. No obstante, su apoyo tuvo lugar convenientemente cuando el grupo
se deshizo de la etiqueta maoísta, y abrazó una férrea defensa de la obra de arte
autorreferente, cerrada a cal y canto para evitar banalizarse en el entorno y mantener
el pulso de la independencia estética frente a veleidades de carácter social o
político. Todo ello con cumplido seguidismo de una crítica diletante y meliflua que
había sido marginal hasta el momento, en revistas y diarios como Batik, Guadalimar,
Comercial de pintura, Cimal, El País o Diario 16 y que pronto recaló en el primer informalismo
46
como fuente de inspiración.
Esas miradas dominaron plenamente los años 1980 y una parte de la década siguiente,
al dotarse de un aparato institucional que reescribió la historia de la cultura
en la dictadura bajo el argumento de que, en democracia, el arte no podía
estar contaminado de ideología y debía convertirse en patrimonio común. De este
modo, el origen y primeros desarrollos del informalismo pasaron a leerse en clave
de comunión, de pegamento, de eje cohesionador entre los impulsos de una libre
creatividad y las garantías que debía ofrecer el estado para su evolución. Vale la
pena recordar, en este sentido, las peticiones de la crítica pictórica de finales de los
años 1970 y principios de la década posterior hacia las nuevas autoridades surgidas
de la transición para que aplicaran los mismos criterios de promoción y atención
implementados durante los años 1950 a grupos como El Paso o Dau al Set. Argumentos
que no sólo fueron escuchados sino que recibieron cumplida respuesta en
los programas expositivos y colecciones públicas y privadas.