Julio González: Metáforas del Cuerpo
Las salas de la Galería 1 del IVAM acogerán durante los meses de septiembre, octubre y noviembre una nueva presentación de la colección de Julio González, con el objetivo de proponer un enfoque diferente de la obra del gran escultor. La concepción de la muestra se ha confiado al Dr. Guillermo Solana, profesor de la Universidad Autónoma de Madrid. Así se inaugura una serie de exposiciones que se celebrarán en el museo cada dos años, y en cada una de las cuales un especialista de una universidad española o extranjera aportará un enfoque distinto desde una nueva pesrpectiva sobre la obra de Julio González. De este modo se aspira a enriquecer la recepción de la obra del artista y a profundizar, al mismo tiempo, la relación del IVAM con la investigación llevada a cabo en el ámbito académico. Estas exposiciones no irán acompañadas de catálogo; se pretende que sean un punto de partida para la reflexión histórica y teórica, y que cada una dé lugar a un ensayo que será publicado por el IVAM.
En la exposición actual, además de la selección de nuestros fondos, se da otro motivo de especial interés: la presencia de cuarenta dibujos (algunos de ellos expuestos ahora por primera vez) pertenecientes a la colección del Museu Nacional d’Art de Catalunya de Barcelona, a cuyo director, Eduard Carbonell, agradecemos su inestimable colaboración. Julio González: Metáforas del cuerpo Julio González (1876-1942), reconocido por los expertos como uno de los grandes maestros de la escultura del siglo XX, es todavía un desconocido para el gran público. Ello se debe, en gran medida, a la dificultad de sus obras consideradas abstractas. Pero esas piezas sólo nos parecen abstractas a primera vista o cuando no hemos mirado con suficiente atención.
En sus esculturas, dibujos y pinturas, González nunca ha dejado de referirse a la figura humana y en particular al cuerpo femenino. A esa raíz hay que volver para comprender su obra y apreciar su inmensa originalidad. Nuestro recorrido (que no sigue un orden cronológico) pretende introducir al espectador en el mundo del artista desde esa clave figurativa; quiere conducirle paso a paso, entretejiendo dibujos y esculturas, desde el lenguaje plástico más accesible al más hermético. En manos de González, la figura humana será mutilada, despedazada y sometida a fantásticas metamorfosis. Pero siempre conservará la evocación del cuerpo vivo. Las operaciones del escultor sobre el metal no son meras manipulaciones formales: sugieren la capacidad del cuerpo para crecer, para amar, para engendrar, y nos recuerdan al mismo tiempo la constante herida del tiempo, la vejez y la muerte. En la creación de González late el cuerpo fértil y poderoso, pero también vulnerable y vulnerado.
Esbozo de un repertorio
La primera sala de la exposición ofrece un panorama de los motivos figurativos a los que Julio González se mantuvo fiel durante toda su vida, a través de diversos cambios de estilo. En los primeros años del siglo, el artista concibe ya el círculo de temas esenciales sobre los cuales se articulará su obra: la máscara, la maternidad, el abrazo de los amantes, la mujer peinándose… Sobre estos temas aplicará en adelante su disección y transformación de la figura humana. Las salas siguientes se centran en algunos de esos motivos: la mujer monumental, las máscaras, las cabezas duales, la cabellera.
La mujer monumental
Con sus figuras femeninas monumentales (ya sea la mujer erguida y bien plantada o bien la mujer sentada majestuosamente) el artista se acerca al corazón de la tradición escultórica, a la estatua clásica. A comienzos de siglo, González estuvo próximo al movimiento noucentista, que exaltaba el cuerpo, terrestre y fecundo, de la campesina mediterránea. Pero si aquella campesina noucentista era sólida, maciza, González la transforma en una cáscara colmada de aire. Con láminas de hierro superpuestas, curvadas y soldadas, crea una envoltura en torno a un hueco, un ceñido vestido para un cuerpo ausente. Sus torsos son como “cariátides […] que sostienen ese vacío”, según escribía el propio artista sobre las estatuas en los portales de las catedrales góticas. El Grand buste féminin (Gran torso femenino), ca. 1935-36, sugiere una coraza, pero desgarrada y marcada por cicatrices, que le prestan un aire frágil. Es como una bella ruina rescatada, como un bronce antiguo desenterrado en una excavación arqueológica. Expresa la vida sometida al tiempo y a la vez el triunfo del arte sobre el tiempo. Dentro del mismo impulso monumental, y paralelamente a los torsos, González desarrolla la figura de la mujer sentada, que evoca las antiguas imágenes sedentes de la Virgen. También aquí se entra en un trato íntimo con el vacío; pero si en los torsos el metal abrazaba el vacío, en las mujeres sentadas se deja abrazar por él. En los torsos, el vacío latía en el interior; en las mujeres sentadas, actúa desde fuera, mordiendo el volumen y dándole sus contornos cóncavos.
Máscaras
Junto a la presencia del cuerpo entero, el rostro humano fue una constante incitación para González. Sus tempranas máscaras de metal repujado de comienzos de siglo ofrecen una superficie continua y ondulante, que seduce al tacto con su suave modelado. Desde 1930, en cambio, el artista replantea este motivo de un modo radicalmente distinto: como una pantalla rasgada, aquí y allá, por pliegues y aberturas que producen contrastes de sombra y luz. Cada una de esas rupturas genera un rasgo (ojos, nariz, perfil…) y esboza una fisonomía. El rostro es un campo donde el menor incidente nos aparece como un signo; pero en las máscaras de González, esos signos son tan escuetos que sólo resaltan el profundo enigma, lo inescrutable de la faz humana. Algunas máscaras exhiben un humor ingenioso y brillante; otras veces, el espíritu lúdico deja paso a la expresión más trágica. La famosa Masque de Montserrat criant (Máscara de Montserrat gritando), ca. 1938-39, síntesis magistral entre las máscaras planas y el estilo más orgánico de los torsos, es un grito desgarrado.
La cabeza habitable: Los amantes
Paralelamente a sus máscaras, González explora la cabeza humana como volumen interior: como un espacio complejo y habitado. El núcleo de este desarrollo es un cilindro hueco y abierto, que procede de las construcciones cubistas de Picasso. En ese cilindro viene a alojarse el motivo del beso, una de las imágenes favoritas del simbolismo fin-de-siècle, con los precedentes de Klimt, Munch o Behrens en pintura y los de Rodin, Brancusi y Derain en escultura. González hace de la cabeza un ámbito íntimo, un nido donde los perfiles de los amantes se encajan entre sí. La cabeza, una y dual, enlaza los complementarios: lo femenino y lo masculino, la luz y la sombra, lo lleno y lo vacío.
Metamorfosis de la cabellera
La última sala de la exposición reúne esculturas y dibujos, sobre todo de los últimos años de la vida de Julio González, en torno a uno de los motivos centrales de toda su obra: la cabellera. Desde sus primeros dibujos y relieves, la imagen de la mujer que se peina ante el espejo, entroncada con el prerrafaelismo y el simbolismo, encierra ya inmensas posibilidades metafóricas: la cabellera ondulante se identifica con el fluir del agua y con la vegetación (los cabellos como delgados tallos, ramitas y zarcillos). En los años treinta, González retomará el motivo con un tratamiento que recuerda todavía los delicados crisantemos que el artista había forjado en su primera dedicación de orfebre.
En la escultura madura de González, la cabellera ya no es un motivo entre otros, porque encarna la tendencia filiforme, la vocación de dibujar en el espacio. Los cabellos, antes ondulantes, ahora se erizan: la melena se convierte en un haz de varillas rectas en disposición radial (como en las antiguas espuelas de hierro forjado), o bien, con las varillas paralelas, en una suerte de reja (otro paradigma de la tradición de la forja). Así sucede en la gran Femme au miroir (Mujer ante el espejo), ca. 1936-37, la obra maestra suprema de González y de las colecciones del IVAM. Las alusiones vegetales no han desaparecido: las encontramos en Daphne (Dafne), ca. 1937, la ninfa que se convirtió en árbol. Y la metamorfosis de la cabellera se prolonga todavía. Los pelos hirsutos se transforman en una corona o aureola radiante en torno a una cabeza. Otras veces dan lugar a los pinchos que cubren el cuerpo de los hombres-cactus, verdaderos crucificados que se debaten en un sufrimiento extremo.
La última versión del erizamiento expresivo se encuentra en la imagen de la mano abierta que González cultivó casi obsesivamente, en los años de nuestra guerra civil: el racimo de dedos de la mano alzada, en un gesto de súplica desesperada o de llamada a la rebelión. Las suplicantes, mujeres con las manos y los ojos levantados hacia el cielo, se multiplican en la obra de Julio González en los años de la guerra civil española y de la segunda guerra mundial como un símbolo del destino humano. Estos dos dibujos, pertenecientes a la colección del Museu Nacional d’Art de Catalunya, nos aparecen como dos versiones, realista y fantástica (pero no abstracta) de la misma actitud corporal, cargada de intensidad trágica.