Donaciones

Zoran Music y Salvador Victoria

ExposiciónIVAM Centre Julio González

En esta muestra se presentan las obras de Zoran Music y Salvador Victoria donadas a la Colección del IVAM.

Anton Zoran Music nace en 1909 en Gorizia, población del antiguo territorio austro-húngaro, hoy Italia. Tiene sus primeros contactos con la literatura y el arte en Viena, donde conoce la obra de Gustav Klimt y Egon Schiele, y en Praga. En 1930 ingresa en la Academia de Bellas Artes de Zagreb. Al finalizar sus estudios se traslada a Madrid, atraído por la pintura española, especialmente El Greco y Goya. En 1936 se instala en Dalmacia, donde participa en sus primeras exposiciones colectivas. El inicio de la Segunda Guerra Mundial le devuelve a su ciudad natal, donde permanece hasta 1943 en que se traslada a Venecia; allí expone sus primeras obras correspondientes a las series Motivos dálmatas y Venecia. Acusado de colaborar con la resistencia, es deportado al campo de concentración de Dachau, donde dibuja clandestinamente una espeluznante crónica de los horrores que allí experimenta, y que rescata en parte tras la liberación.

De vuelta a Venecia, pinta sus primeros Autorretratos, aunque sin abandonar la figuración paisajística, ahora con una fuerte carga lumínica, que mantiene en los denominados Paisajes sieneses, pintados en 1948. Tres años más tarde Music se instala en París. En la segunda mitad de la década de los cincuenta intensifica su producción gráfica, sin abandonar la pintura; con la serie Tierras dálmatas (1957) penetra por primera y única vez en un terreno cercano a la abstracción. En 1970 da inicio a uno de sus ciclos más destacados, Nous ne sommes pas les derniers (No somos los últimos), donde retoma la tragedia humana que acompaña a los deportados, la guerra y la violencia. A partir de la década de los setenta vuelve a los paisajes (Paisajes rocosos de 1976) y los ambientes venecianos (Canale della Giudecca y Punta della Dogana de 1981 e Interiores de catedrales de 1984) que anteceden a sus últimas grandes series que, a excepción de Città (1988), tienen como protagonista una figura humana en la que simboliza la soledad y la meditación.

Las obras que aquí se presentan datan en su mayoría de las décadas de los ochenta y noventa, pero resumen muchos de los rasgos de la pintura de Music desde su primera época. En primer lugar, su adscripción a una figuración de alto potencial expresivo pero contenida en sus gestos y cromatismo. La representación, que en los años noventa se orienta sobre todo al retrato y especialmente al autorretrato, es austera y marcada por acentos de pintura y luz que eluden toda definición en sus detalles. Un amplio espacio recluye a las meditabundas figuras en un vacío existencial que las inmoviliza. Esta donación no intenta presentar una visión histórica de la obra de Zoran Music, sino una muestra concreta del poder creativo de este artista que todos los días sigue realizando esa visión del propio deterioro, el permanente autorretrato de la deriva hacia la muerte, en la directa tradición de Goya. En palabras del propio Music: “toda mi pintura trata de un solo tema: ese paisaje desértico que es la vida. Una vida quemada por el sol y azotada por el viento”. Su obra, aunque no pertenece a las corrientes de la vanguardia, está presente en instituciones como el MoMA de Nueva York, el MNAM Centre Georges Pompidou de París, el Kunstmuseum de Basilea, las galerías nacionales de Roma y Vancouver, o en colecciones como la Thyssen-Bornemisza.

Salvador Victoria, Rubielos de Mora (Teruel), 1928 – Madrid, 1994 La Guerra Civil forzó la marcha de su familia a Valencia. en mitad de la contienda. Desde 1947 hasta 1952 estudia en la Escuela Superior de Bellas Artes de San Carlos, donde coincide con Genovés, Doro Balaguer, Salvador Montesa y Eusebio Sempere. En las obras figurativas de este período se dejaba clarear ese carácter abstracto y en ocasiones geométrico que le es propio. Geometriza las formas, y emplea una paleta expresionista. Se advierten ya círculos, triángulos y rectángulos que no le abandonarán, pero, sobre todo, la esfera y también esos amarillos fríos, los verdes lima, los malvas e incluso esos difíciles naranjas fuego. Y es que la pintura abstracta nació en él oponiendo la forma y el color a la representación. Tuvo que explotar hasta el máximo los recursos de estas formas y colores que en ese momento crítico inicial habían de ser capaces de sustituir, con su propia fuerza, el hueco que dejaba la figuración. El propio Salvador dijo: “Hallé mi camino con la plenitud de la abstracción, con la renuncia a la imagen real concreta; cuando me despegué de toda referencia anecdótica para llegar a una pintura melódica. Sentí la abstracción como un camino de pureza”.

De 1954 data la primera obra abstracta que se conoce de Victoria, firmada en Madrid en esa fecha, con cercanas resonancias del movimiento neoplástico encabezado por Mondrian. En 1956, gracias a una beca, se instala en París, donde conoce a Marie Claire Decay Cartier con quien se casa en 1958. El contacto con las vanguardias artísticas del momento, que en España sólo se conocían a través de algunas revistas, fue vital. Aquí conoció de primera mano el expresionismo norteamericano de posguerra, el tachismo, tan de moda entonces en París y su influencia inmediata en la llamada École de París a través de la pintura gestual y matérica: Zao Wou-Ki, Georges Mathieu, Pierre Soulages, etc. En 1958 conoce a Egon Nicolaus (1928-1988), con quien formará en 1963 —amén de con otros artistas de diversa nacionalidad— el Grupo Tempo, con el que realiza varias exposiciones internacionales. No hay que olvidar el apoyo de Luis González Robles, entonces responsable de la participación española en las bienales extranjeras, para con Salvador Victoria, ya que le llevó a la Biennale di Venezia en 1960, 1968 y 1972; a la Bienal de São Paulo en 1967 y a la Bienal de Alejandría en 1968, entre otras muchas; así como el apoyo de la galerista Juana Mordó, con la que desde entonces se vinculará profesionalmente hasta el fallecimiento de ella en 1984.

Desde su llegada a París en 1956 y hasta 1958, Victoria fue liberándose poco a poco de las referencias geométricas y constructivistas —en las que también utilizaba arena y superficies quemadas—, y pasó de una pintura de acción al informalismo más gestual. La sabia utilización del color, que también fue una de las características en toda su obra, destacaba especialmente en este período, en gran parte por lo que suponía de riesgo y pasión. La evolución en los cinco últimos años de París, antes de regresar a España en 1965, resulta perfectamente apreciable. El trazo se contiene poco a poco y el número de colores empleado en cada cuadro se reduce a dos o tres, con variaciones en negro y rojo, o en negro, rojo y azul. El impromptu gestual se reduce y cede ante un aparente orden en la superficie de la obra, en la que se advierte la presencia de los fondos de color plano. A raíz de su instalación en Madrid, a principios de 1965, sintió la necesidad de dar una nueva orientación a su obra, experimientando con la tercera dimensión. La simetría, el orden y la medida reemplazaron paulatinamente la agresividad gestual que traía consigo del vecino país. A través de estos ejercicios de superación del informalismo, trataba de buscar una nueva vía de expresión más personal. Evoluciona hacia un cierto espacialismo de donde unas formas puras surgieron de la dialéctica establecida entre bidimensionalidad y tridimensionalidad.

A partir de 1967, tiene una gran dedicación a la obra gráfica, pasando del centenar los trabajos catalogados. Hacia 1971 va abandonando todos aquellos elementos en forma de volúmenes plegados que le parecían superfluos. Una vez alcanzado el umbral de su etapa metafísica y al liberarse, en cierto modo, del rigor que las estructuras geométricas —ya sean cintas, líneas rectas, o triángulos— le imponían, Salvador, comenzó a hacer uso prácticamente exclusivo de las formas circulares. Las obras de sus últimos años resumen a modo de compendio toda su sabiduría. Es cuando sobre todo podría especularse acerca del valor emocional de su pintura y del sentido de la arquitectura de sus cuadros, en el que la luz es el elemento clave de la composición. La esfera como símbolo de lo eterno, así como la línea recta cuando ésta aparece, están presentes en un amplio campo gravitatorio en el que el vacío es un engaño aparente, unos trazos llenos de gesto —recuerdo de París— flotan entre suaves pinceladas de una sutilidad llevada a su grado extremo.