One way, one ticket
Las mujeres y los hombres mantenemos una relación escurridiza con la idea de la muerte. Omnipresente en los medios de comunicación de masas, consumimos la muerte a diario como un simulacro virtual ajeno al transcurrir placentero de nuestra cotidianidad. Inmersos en una cultura visual que promueve una longevidad plastificada, aplazamos inconscientemente cada vez más nuestro inevitable encuentro con la Parca. Los antiguos sabían bastante más de la muerte que nosotros. En realidad, se podría afirmar que existía un auténtico aprendizaje sobre la muerte, condición indispensable para conocer bien la vida, y a sus moradores, los vivos.
Las sociedades contemporáneas, en cambio, hemos confinado a la muerte en los cementerios y hemos dejado a su cargo a los empleados de las empresas de Pompas Fúnebres. Sin embargo estamos en condiciones de sostener que asistimos a una cierto retorno del tema de la muerte, y ello se hace patente en el arte contemporáneo, en la literatura, el cine, la fotografía, las series de ficción televisiva, y en debates que preocupan al hombre y a la mujer contemporáneos, como el de la eutanasia o la nueva ciencia, obsesionada por la consecución de la longevidad.
El diálogo con la muerte ha sido consustancial al propio hecho artístico desde sus orígenes más remotos. Desde la aparición de las primeras imágenes prehistóricas, el arte ha sido un importante vehículo de exploración de los territorios entre la vida y la muerte. El arte no sólo ha formado parte cardinal de los diversos rituales funerarios a lo largo del tiempo. El propio hecho artístico, es decir, la producción de imágenes por parte del hombre, es en esencia, un combate contra la caducidad de la vida, y una necesidad de pervivencia de una sociedad a lo largo del tiempo. Es, probablemente, a través de las imágenes como las personas vivas podemos acercarnos a la compresión mental del misterio de la muerte.
La imagen sustituye al vacío, a la desaparición de un ser querido o de un hecho cultural. En cada imagen convive, pues, una contradicción: un hilo pendular que oscila entre la ausencia y la presencia. Nuestra modernidad ha vivido momentos históricos en los que la muerte se ha manifestado con especial énfasis en las artes (Romanticismo, Simbolismo, Expresionismo, Surrealismo), actuando como contrapunto maléfico, como un espejo deformante sobre el que se reflejaron distorsionados los logros del Siglo de las Luces. Las guerras que azotaron el siglo XX convirtieron la muerte en una gigantesca orgía de sangre y fuego, en una descomunal y grotesca danza macabra que pisoteaba una vez más los sueños de progreso de la humanidad. En la actualidad consumimos más imágenes relacionadas con la muerte violenta que nunca. La muerte se destila a diario en los periódicos, en nuestros noticiarios televisivos, circula con toda su crudeza en los diversos portales de Internet, creando una especie de nueva pornografía del horror y la muerte. Como consecuencia de ello corremos el riesgo de asistir a una auténtica mutación en la mirada del espectador: su adormecimiento.
Abrumados como estamos en la actualidad por imágenes de la muerte cada vez más estereotipadas procedentes de los medios de comunicación, parece que estamos anestesiando de una manera inconsciente nuestra mirada, como estrategia para habitar un mundo que convierte nuestras vidas y nuestras percepciones en un simulacro virtual, un mundo, el nuestro, que se parece cada vez más a un videojuego. En el territorio de la videoconsola administramos la muerte a través del mando a distancia. La muerte importa poco ya que todo es tan sencillo como pulsar de nuevo el botón para renacer con brío de los escombros. Es precisamente contra este proceso de adormecimiento de la mirada lo que ha conducido a no pocos artistas de nuestra modernidad a rescatar el tema de la muerte del limbo del adocenamiento.