Julio González David Smith
Un diálogo sobre la escultura
El arte de estos dos escultores comparte la exigencia de la obra bien hecha y, a su vez, la convicción de que en ese compromiso se fundamenta una irrenunciable propuesta ética que apela a la sociedad como el conjunto de esforzados profesionales aunados por el imperativo moral del trabajo solidario. La Montserrat de Julio González, una premonición extrema, en los albores de la Guerra Civil, al igual que lo sería las Medals for Dishonor de David Smith en el umbral de la hecatombe bélica por llegar. Dos artistas que al margen de la distancia que los separa, señalan un antes y un después en la comprensión de la escultura contemporánea y comparten algunas convicciones decisivas. A la mirada del siglo XXI cuando menos.
Julio González (1876-1942) fue un artista anclado con fuerza en la modernidad barcelonesa, amigo de Picasso y temprano exiliado en París pero formado en la estética realista y figurativa del artesanado ancestral que calibró pronto la vertiente subversiva aventurada por el arte nuevo. Comenzó su experiencia con el trabajo del metal, con la escultura del hierro con la complicidad de Pablo Picasso pero desde una perspectiva doble: en primer lugar a través de algunas máscaras que evocan con fuerza la plástica étnica africana, entonces recién difundida en París tras la legendaria expedición a Djibuti mostrada por el Musée de l’Homme, para dar entrada en su taller inmediatamente a compactas construcciones de geometrización cubista. Más tarde la propuesta de una escultura abierta urdida por la soldadura industrial, que atempera la solidez volumétrica y extiende el espacio a un entramado de constelaciones formales entrelazadas de remota urdimbre figurativa. Un arte orgánico de arriesgados signos sensibles en el espacio.
También David Smith (1906-1965), nacido en Indiana, vivió un duro aprendizaje en la soldadura en la cadena de montaje industrial. Pero se educó artísticamente, sin embargo, en la exuberante sensibilidad que distinguió la Arts Students League neoyorquina, junto a Arshile Gorky y Willem de Kooning, y conoció pronto las derivaciones contagiosas de la segunda vanguardia europea que empezaba el desembarco en Norteamérica. A partir de 1933 David Smith se convierte en escultor y ensaya la experimentación formal sobre el hierro soldado que lo llevará al descubrimiento de la obra en hierro de Julio González, a quien debía su “liberación técnica”. González fue para Smith “el maestro de la soldadura”, el audaz fantaseador de formas sensibles durante un viaje iniciático del artista de Indiana al París de entreguerras. David Smith propuso, años después, la argumentación que sugiere la fortuna crítica de Julio González y su lugar privilegiado de la plástica moderna: fue el creador de la escultura abstracta en hierro, que supo fundir y articular genialmente como “dibujo en el espacio”.
El nuevo arte de David Smith recupera el fragmento urbano casual en un elaborado programa plástico enraizado en la escultura metálica despejada y lineal, en una suerte de ‘caligrafía tridimensional’ siempre original y polémica que había de convertirlo en el clásico de la escultura norteamericana de su siglo. Las obras expuestas nos devuelven al instante mágico “ de la escultura heroica” del que hablaba Clement Greenberg, de una potente voluntad icónica que a la simple mirada frontal adquieren dimensión hierática y vertical, en efecto, pero que se transfigura de inmediato en una configuración feliz conseguida a través del equilibrio de la amalgama metálica.
Obras poderosas pensadas y trazadas lentamente en el caso de Julio González, como se ha observado con agudeza, que desafían la gravedad “desde una materialidad delgada y vacía”, hasta alcanzar los sutiles ensamblages industriales que responden a una callada cadencia rítmica como es el caso de David Smith. Siempre con el aguijón del dibujo escultórico sorprendido en el espacio, que añade a la obra tridimensional una escueta dimensión inaprensible y huidiza.