Francis Bacon
Lo sagrado y lo profano
Toda exposición importante de la obra de Francis Bacon, tanto durante su vida como a partir de su muerte —en 1992—, ha sido una retrospectiva. Los grandes homenajes iniciales organizados por la Tate Gallery (1962), el Grand Palais (1971-72) y el Metropolitan Museum (1975) tenían una clara raison d’être porque permitían a un público amplio descubrir la magnitud y la intensidad de la inventiva de Bacon como creador de imágenes. Pero esa tendencia ha permanecido inmutable durante el último cuarto de siglo, con docenas de museos, desde Tokio y Minneapolis hasta Dublín y La Haya, siguiendo los pasos de sus predecesores e intentado presentar una panorámica tan completa como sea posible de la obra de Bacon, con todos sus temas y etapas representados en ella. El resultado es que ahora existe una manera sólidamente establecida, por no decir “oficial”, de mirar lo que una vez fue el logro inmensamente perturbador, rebelde y anárquico del artista.
El objetivo de la presente exposición es dar la vuelta a esa tendencia pasiva y volver a mirar a Bacon centrándose únicamente en un solo tema que obsesionó al artista durante más de veinte años: las imágenes del “Papa”. Juntando toda la serie de pinturas y volviéndolas a situar en el contexto en que fueron creadas, esperamos hacer más evidente el nivel de ambición, riesgo, intuición, impulso inconsciente y desespero que condujo al relativamente joven y desconocido Francis Bacon a realizar este ataque sin precedentes contra uno de los grandes íconos del arte y la civilización occidentales.
Bacon había estado obsesionado por el poderío y la belleza del Retrato de Inocencio X de Velázquez durante años antes de pintar Head VI (Cabeza VI), su primera versión reconocible del cuadro, en 1949. Consideraba el retrato del maestro español una de las más grandes imágenes del arte occidental, y, según sus propias palabras, se había “obsesionado” con ella. Reproducciones de la famosa pintura, en su mayoría en blanco y negro, colgaban de las paredes de su estudio o se esparcían en el caos de fotografías y materiales artísticos que cubría todo el suelo. En un momento dado, Bacon comparó su fascinación por esta imagen en concreto con un “enamoramiento” —esa especie de adoración semierótica del héroe que un jovencito puede desarrollar hacia un alumno mayor y más importante de la escuela. Este curioso idilio dominó la vida de Bacon como pintor durante más de veinte años, desde 1949 hasta principios de los 70; y hasta 1971, cuando completó una segunda versión de Study for Red Pope (Estudio para Papa rojo), no superaría su obsesión con el retrato de Velázquez y lograría abandonarla.
En aquel momento, Bacon había llevado a cabo unas cuarenta paráfrasis de la obra maestra española (o un número considerablemente mayor, si se tienen en cuenta las numerosas versiones que el artista abandonó o destruyó). ¿Por qué el motivo del “Papa” cautivaba tanto a Bacon, provocando que hiciera más variaciones sobre este tema que sobre cualquier otro durante toda su carrera? ¿Por qué razón, de los miles de fotografías y reproducciones que había en el caos de su estudio, volvía una y otra vez sobre ese único retrato de Velázquez? ¿Cómo permitía al artista esa paráfrasis constante expresar conflictos e impulsos profundamente arraigados que de otro modo no hubieran podido transmitirse? ¿Qué otras influencias dieron forma a esta secuencia de imágenes extraordinariamente potente? Y, sobre todo, ¿por qué el ateo militante y declarado que era Bacon se aferró con tal tenacidad a una imagen de tipo religioso? Éstas son algunas de las preguntas que esperamos ser capaces de analizar en profundidad al presentar juntas por primera vez las cuarenta variaciones sobre el tema del Papa que Bacon pintó entre 1949 y 1971.
Lo que hace que toda esta serie —y las cuestiones estéticas que plantea— sea tan fascinante es que permite seguir a Bacon durante un largo período de mutación casi constante. Prácticamente todas las fuentes visuales de inspiración que le habían interesado encontraron su lugar dentro de estas imágenes ambiguas y altamente sugerentes, cambiando el impacto que producían de formas inesperadas. Claramente, allí estaba el modelo original de Velázquez, el icono que Bacon reverenciaba y profanaba a la vez. Pero también estaba el fotograma de la enfermera que grita en Bronenosets Potyomkin (El acorazado Potemkin) de Einsenstein, la fotografía secuencial de Muybridge y otras imágenes famosas, como el medio velado Ritratto di Filippo Archinto (Retrato de Filippo Archinto) de Ticiano. Fotografías de Eichmann durante su juicio, en su jaula de cristal, y de dictadores arengando a las masas o animales enseñando sus dientes también jugaron su papel. Éstas son algunas de las fuentes más conocidas. Pero Bacon bebía de un abanico extraordinariamente amplio de estímulos visuales, literarios y de otros tipos. Como dijo una vez: “No lo olvidéis, yo miro todas las cosas y el conjunto llega a crecer muy bien”. Y nuevas fuentes de inspiración para su imaginería se han descubierto muy recientemente entre los incontables libros y fotografías que Bacon dejó esparcidos por el suelo de su estudio cuando murió.
Para Bacon, la imagen papal presentaba una serie de posibilidades casi infinitas para la asociación y la metamorfosis. Su gran ambición como artista era crear imágenes que pudieran despertar secuencias de otras imágenes aparentemente sin relación con ellas, abriendo así lo que a él le gustaba llamar “las válvulas de la imaginación”. Al pasar de una versión del Papa a otra, Bacon daba rienda suelta al impulso libre, permitiendo que “el gran pozo de imágenes” que había en su interior saliera a la superficie en la obra que estaba haciendo y sugiriera nuevas formas cambiando constantemente sus implicaciones. Estudiar la secuencia entera de los papas, pintada cuando el artista estaba en la cúspide de sus capacidades, es viajar hasta el mismo corazón del extraordinario logro de Bacon.