Marie-Anne Poniatowska
La primera exposición individual de Marie-Anne Poniatowska que se presenta en un museo español, muestra a través de 67 dibujos una amplia retrospectiva de su trayectoria creativa. En sus dibujos se aprecian las reminiscencias del renacimiento más clásico, destaca su personal interpretación de temas figurativos como retrato, paisaje, ruinas, que se disuelven entre las fronteras de la poética y de la abstracción. Con una técnica ardua y laboriosa la artista imprime un carácter íntimo y personal a su trabajo, en el cual se descubre una emoción contenida que se plasma con un tratamiento casi escultural de la materia. Con motivo de la exposición se publica un catálogo sobre esta exposición con textos de Consuelo Císcar, Vicente Valero, Carmen Bernárdez y Mª Jesús Folch.
Marie-Anne Poniatowska vive y trabaja entre Ginebra, París y Venecia y desde estas ciudades parte habitualmente hacia lugares remotos que le han servido siempre de inspiración. Sus continuas idas y venidas han condicionado la elección del soporte de su obra, toda ella sobre papel, material con el que puede trasladarse fácilmente de un punto geográfico a otro. Sus dibujos tratan temas figurativos que se disuelven en las fronteras de la abstracción poética. Su técnica es ardua y laboriosa y a través de ella imprime un carácter íntimo y personal a su obra en la que una emoción contenida se descubre a través de un tratamiento casi escultórico de la materia.
En 1947 inicia su formación artística en la University of California, Santa Barbara, formación que continúa dos años más tarde en el Scripps College de Claremont, cuyo departamento de pintura estaba dirigido por Millard Sheets, líder de los regionalistas del sur de California, que siempre estuvo relacionado con el muralismo y el movimiento social realista. Este fue su primer contacto con la pintura al fresco, que a partir de esos momentos estaría siempre presente en su obra, como si se tratara de un substrato oculto. Posteriormente, el contacto con David Alfaro Siqueiros, a quien conoció en un viaje a Ciudad de México en 1950, y con Robert Lesbounit, de quien tomaría clases en París desde 1952 hasta 1965, le introdujeron en el complejo mundo de la técnica de la pintura mural. Es importante señalar que sean cuales fueren las fuentes de las que bebió, la relación de Poniatowska con la pintura mural es intensa en los primeros años de su carrera e incide de forma indirecta en su trayectoria posterior.
Ciertos elementos de la pintura mural son adoptados, absorbidos y reformados por la estética de la artista, encontrándose un paralelismo entre ambas técnicas, la del dibujo y la del fresco, en lo que se refiere a su metodología tanto de ejecución como de preparación. La gran escala de sus dibujos y la ejecución de sus fondos a partir de capas y de estratos son dos ejemplos claros de este pálido contacto. La artista reconoce dos momentos cruciales en su obra. En una primera etapa, el pequeño formato es predominante y los temas son recogidos de su entorno más próximo, pero centrándose de forma rotunda en la figura humana. Durante estos años utiliza el lápiz blando, que le permite realizar marcas lineales, mientras las sutiles gradaciones de tonos hacen sus primeras y tímidas apariciones. En un segundo ciclo, que inicia a partir de 1981, consolida su técnica, preparando los fondos de sus dibujos cuidadosamente y ampliando sus temas, temas que podemos agrupar en dos líneas fundamentales, la del retrato y la del paisaje. Los retratos de Poniatowska expresan una verdad totalmente inédita conformada por la firmeza de su visión. Capturan la frugalidad de una conversación o la expresión desconcertada del retratado al verse sorprendido. Sus dibujos parecen casuales e imprevistos y rompen cualquier convencionalismo al entrar en un debate silencioso con el espectador. Ya Denis Diderot hizo hincapié en la captura del semblante de espontaneidad de todo lo viviente, una espontaneidad que Poniatowska traslada a sus retratos en su intento de hacer una obra monumental partiendo del material que le proporciona la vida cotidiana.
Pompeya y sus frescos, Grecia y su arquitectura clásica, Petra y sus templos excavados son algunos ejemplos de la huella que imprimen en su obra los diferentes lugares visitados en sus periplos. Las imágenes de los paisajes de Poniatowska son el retrato de su existencia, en ellos encontramos, como diría Baudelaire, “el objeto y el sujeto, el mundo exterior y el artista mismo”. En sus ruinas, columnas, paisajes rocosos y nocturnos Poniatowska convierte su mirada en el objetivo de una cámara con la que es capaz de acercar y alejar la realidad que tenemos frente a nosotros. Desde puntos de vista muy particulares, la artista trabaja cada fragmento del soporte al mínimo detalle. En cada fracción del mismo hay un maravilloso juego de luces y sombras, de vacíos y saturados que confluyen, reduciendo su importancia frente a la complejidad del todo. Se puede decir que desde la abstracción del detalle, conseguida a través del delicado tratamiento de las cuadrículas en que divide su obra, despega hacia la figuración del todo.
Un aspecto técnico que destaca en esta segunda época, y que define su estilo actual, se refiere a los fondos conformados a base de estratos o planos de color que Poniatowska aplica en un cierto orden: una primera capa de pintura acrílica ocre que tinta con varios baños de preparaciones líquidas y casi transparentes en azul, gris o verde; sobre estos estratos trabaja con lápiz, carboncillo y tinta para más tarde recubrir con materia ciertas áreas del dibujo y abrasar y reducir otras con goma a fin de atenuar sus líneas. Desde sus fondos emergen sus formas, sus figuras, siempre difusas, como si las hubiera plasmado sobre el papel en el instante de su desintegración matérica. Como resultado, el dibujo surge desde el interior de la obra a través de la simplicidad y la desnudez cromática, creando una sutileza infinita en la que la trama clásica se entremezcla con un fondo totalmente desdibujado.